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Pinceladas diferentes.

DIFFERENT STROKES: Van Gogh and Gauguin in Arles.’, por Peter Schjeldahl; The New Yorker, February 5, 2007. Traducción libre.

Van Gogh, Autorretrato con vendaje, 1889

El color favorito de Vincent van Gogh era el amarillo; el de Paul Gauguin, el rojo. No era una diferencia trivial. Es propia de los temperamentos, discordantes y profundamente complementarios, de dos pintores cuyas formas de ser, inseparables de sus talentos y de sus ideas, los hicieron fundamentos del arte moderno y modelos de la personalidad artística. Hay poco sobre ambos que no fascine. Ambos llegaron tarde al arte: Gauguin, cinco años mayor, tras éxitos irregulares como marino, agente financiero y hombre de familia -conoció a los impresionistas primero como coleccionista y luego como discípulo- y van Gogh tras sendos fracasos como ayudante de comerciante de arte y como pastor protestante. Gauguin era bajito pero gustaba de pavonearse. Van Gogh fue definido por un observador como “un hombrecillo pequeño y débil.” Van Gogh admiraba a Gauguin, en lo que coincidía con éste. Aunque la obra de van Gogh le gustaba, la ambición centrada en sí mismo de Gauguin hacía que cualquier aprecio por sus colegas fuera superficial.

Van Gogh era un entusiasta de muchos tipos de arte, desde los paisajes de la escuela de Barbizon a la pintura académica de salón. No le gustaban, por “casi cobardes”, las estrechas y pequeñas pinceladas del pintor más importante de su era, Paul Cézanne. El gusto de Gauguin era muy de la moda, con inclinación por lo medieval y lo exótico. Juraba por Cézanne. Ambos admiraban a Edgar Degas y -especialmente van Gogh- el arte japonés. Van Gogh pintaba casi exclusivamente del natural; Gauguin prefería la imaginación. Van Gogh era inocente y trastornado. Gauguin, disoluto y comprensivo. En octubre de 1888, Guauguin dejó la colonia artística de Pont-Aven, en Bretaña, de la que era faro, para aislarse con van Gogh en la monótona ciudad de Arles, en la Provenza. Resultó ser una estancia dramática.

Gauguin, último autorretrato, 1903

The Yellow House: Van Gogh, Gauguin, and Nine Turbulent Weeks in Arles.’ (Little, Brown; $24.99), de Martin Gayford, el principal crítico de arte de Bloomberg Europa, es una colección ordenada con habilidad de entretenidas píldoras informativas sobre la biografía artística y personal de ambos. En el subtítulo, sin embargo, se ha pasado. Yo sólo cuento dos noches realmente turbulentas y varios días pegajosos. Los días pasaban entre una amistad sin acontecimientos notables. El clímax es sensacional, por supuesto: van Gogh se corta toda o parte de la oreja (los detalles forenses se han perdido) y se la regala ceremoniosamente a una prostituta llamada Rachel. Ella se desmayó. Él fue hospitalizado. Gauguin huye.

El terror peculiar del episodio, en tensión con el majestuoso arte de van Gogh en ese tiempo, lo ha hecho irresistiblemente mitológico. Como símbolo de una supuesta afinidad entre el genio y la locura, resuena hacia atrás en el tiempo, hasta los griegos, y hacia delante hasta los pensamientos de cualquiera que se haya preguntado por los caprichos de la creatividad. En un largo anticlímax, Gayford arriesga especulaciones ingeniosas sobre los febriles procesos mentales de van Gogh (¿por qué una oreja?), y propone un diagnóstico probable: trastorno afectivo bipolar. Pero, como todos los mitos, el significado del suceso se escapa del análisis y rechaza cualquier explicación. Como el arte, el mito tiene vida propia.

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Llegará un tiempo en el que la gente pensará que soy un mito o puede que algo que se han inventado los periódicos,” escribió Gauguin en 1897 en una carta desde Tahití. Era el eterno inventor de sí mismo, siempre consciente de su efecto teatral. Nacido en París, pasó su infancia en Lima (Perú), donde su madre tenía familia, y en Orléans (Francia). Se echó a la mar en 1865, con diecisiete años, y pasó seis años en la marina mercante y en la armada francesa. Al aterrizar en París, se empleó en puestos lucrativos y poco exigentes en las finanzas y se casó con una mujer danesa, Mette Sophie Gad, de la que abusó psicológicamente y, quizás, físicamente. Tuvieron cinco hijos. El dibujo y la escultura eran aficiones para él. Empezó a comprar cuadros, primero de Camile Pissarro y luego de otros impresionistas y de Cézanne. El amable anarquista Pissarro se tomó interés por el recién llegado y le sirvió de guía varios años. (Al final, se volvió contra él por parecerle demasiado ambicioso) Édouard Manet y Degas animaron a Gauguin a seguir pintando y éste, con escaso entrenamiento académico, se convirtió en el primer artista importante en el ámbito de lo que aún no se llamaba la vanguardia.

Tras la crisis bursátil de 1882, Gauguin se estableció como pintor. La familia se trasladó a Copenhague, donde Mette lo echó de casa. De vuelta en Francia, se convirtió en el líder de las reacciones contra el impresionismo y el simbolismo, promoviendo la expresión simbólica y, usando a menudo la profética palabra, la ‘abstracción’. Entre los variopintos artistas bohemios de Pont-Aven, se vio influido por las innovaciones más atrevidas, con tonos planos silueteados, de un pintor mucho más joven, Émile Bernard, que era amigo de van Gogh y, de forma crucial, de su hermano menor el tratante de Paris Theo van Gogh. Gauguin mejoró inmediatamente el estilo de Bernard con un cuadro pintado en el verano de 1888, ‘La visión tras el sermón’, que añadió a sus estilos comunes un contenido sulfuroso: un hombre lucha con un ángel, observado por unas solemnes mujeres bretonas. A continuación, empezó a sacar todo lo posible de la conexión entre Bernard y los hermanos van Gogh.

La visión tras el sermón, Gauguin, 1888

Van Gogh nació en 1853 en Zundert (Holanda), hijo de un clérigo cultivado y una madre a la que desesperó (Ella guardó algunas de sus obras y luego olvidó dónde las había colocado) Creció religioso e hipersensible, un compañero difícil y crónicamente torpe en los asuntos cotidianos. Durante siete años, desde los dieciséis, trabajó para una firma internacional de arte, en La Haya, Londres y París, donde fue despedido por falta de iniciativa. Fue durante un corto período maestro de escuela en Londres. Rechazado en los escarceos amorosos, tuvo algunos asuntos con mujeres mundanas; durante un tiempo vivió con una prostituta holandesa que tenía dos hijos, consiguiendo una cierta felicidad doméstica que lo persiguió desde entonces. Van Gogh llegó a confiar en las prostitutas, -”buenas mujercitas”, en palabras suyas- pero aconsejó a Bernard en una carta: “No folles mucho. Así, tus cuadros serán más espermáticos.” Se convirtió en un predicador seglar para los mineros de una aislada parte de Bélgica pero fue despedido por exceso de celo y rareza general. (“Los niños le tiraban cosas cuando paseaba por la calle,” cuenta Gayford; van Gogh sufrió un trato similar en Arles) Mientras se dedicaba cada vez más a la pintura, con veintiséis años, trastocó su menguante fe religiosa por la literatura. Gayford escribe: “En la mente de Vincent, las novelas modernas, con sus descripciones certeras de la vida, el amor, el sufrimiento y el trabajo, fueron más que sustitutos de la Biblia -fueron sus sucesores. Sentía que el mismo Cristo estaría de acuerdo con él en eso.”  Experimentaba los personajes de Zola y Flaubert como realidades. (Le escribió a Theo que una amiga de la familia le recordaba “a la primera señora Bovary”, que apenas aparece en la novela) Leía a Dickens y a George Eliot en inglés. En sus cartas, él mismo era un escritor luminoso, con destellos de claridad sobre su estado mental: “Tengo momentos en los que me retuerzo con entusiasmo o locura o profecía, como un oráculo griego en su trípode.

Arles

Comenzando en 1886, van Gogh pasó dos años en París viviendo con Theo, para desesperación de éste. “Todo lo que espero es que se marche y viva por su cuenta, y hace mucho tiempo que habla sobre ello, pero si yo le dijera que se marchara sólo le daría una razón para quedarse,” escribió Theo, “es como si hubiera dos seres diferentes en él, uno delicado, fino y con un don maravilloso, el otro egoísta y cruel.” (En los meses finales de van Gogh, su madre deseaba el final de la carga familiar rezando, según le escribió a Theo, “llévatelo, Señor.”) A veces encantador y divertido, admirador de sus amigos como Henri de Toulouse-Lautrec, van Gogh castigaba a sus compañeros artistas siendo, en resumen de Gayford, “compulsivamente terco, pedante y sin ningún tacto.” Uno de ellos recuerda: “Tenía una manera extraordinaria de encadenar frases en holandés, inglés y francés para luego mirarte por encima del hombros y chistarte su desagrado entre dientes.” Al final, el sufrimiento de van Gogh lo llevó al sur en febrero de 1888, con treinta y cuatro años -”buscando una luz diferente,” le contó a Theo más tarde, y creyendo que “al observar la naturaleza bajo un cielo más brillante se puede tener una idea más precisa de la manera en que los japoneses sienten y pintan.” Se vio a sí mismo creando un ‘estudio del Sur’ e invitó a Gauguin, al que había conocido en París, y a Bernard a reunirse con él. En poco más de un año en Arles pintó algo más de doscientos cuadros, docenas de ellos obras maestras. ¿Por qué no fue reconocido en su tiempo? Además de su personalidad, su estilo de pinceladas con técnica de impasto (inspiradas en un excéntrico pintor marsellés, Adolphe Monticelli) para conseguir la verdad visual estaba fuera de compás tanto con la moda de París, cuyo nuevo héroe era el metódico Georges Seurat, como con el naciente simbolismo liderado por Gauguin. Aunque van Gogh tuvo periodos de confianza serena, sintió hasta el final que el fruto de su arte estaba a años, en el futuro.

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Autorretrato, van Gogh, 1888

Los dos artistas se intercambiaron autorretratos antes de la visita de Gauguin. Van Gogh se muestra como un personaje austero, enigmático, con ojos como los de un gato -como el dijo, “un sencillo monje japonés, adorando al eterno Buda.” Le describió el trabajo a Gauguin como “todo gris ceniza” -un efecto acumulativo, a fuego lento según Grayford, “mezclando el verde esmeralda y el naranja sobre un fondo jade pálido, todo armonizando con la vestimenta marrón rojiza.” Es un cuadro mucho mejor que la diabólica auto-presentación de Gauguin como Jean Valjean de ‘Los miserables’ (Gauguin le escribió a van Gogh que retrataba a un hombre “fuerte y mal vestido”, con “la nobleza y la gentileza escondidas. La sangre apasionada se le acumula en la cara como a una criatura en celo.”) Pero el Gauguin tiene brío. Muestra una composición descentrada y viva que empieza a separar la línea del color de una manera que sería la mayor contribución de Gauguin a la pintura moderna, notablemente a la de Picasso. El hecho de que los dos pintores decidieran representarse con disfraces de ficción -van Gogh se inspiró en la popular novela ‘Madame Chrysantéme’ de Pierre Loti, en la que se basó luego Puccini para ‘Madame Butterfly’- apoya la tesis de Gayford de que, para ellos y de forma diferente, la vida y la literatura se entrelazaban. La diferencia emerge en las imágenes que prefieren: Gauguin es egoísta y sensual mientras que van Gogh es humilde y espiritual. Con su generosidad característica, van Gogh descubrió una rara dignidad en el disfraz de villano de Gauguin. Lo llamó, en una carta a Bernard, “una criatura virginal con instintos salvajes. En Gauguin la sangre y el sexo están por encima de la ambición.

Autorretrato, Gauguin, 1888

En realidad, la ambición estaba muy presente en 1888 cuando, como escribe Gayford, “Paul Gauguin (…) llamó a la puerta. Vincent van Gogh abrió.” Gauguin tenía grandes esperanzas de hacer negocios con Theo, que hubiera estado agradecido a cualquiera que pudiera acompañar a su desconcertante hermano, lejos de París. De hecho, Theo vendió varias obras de Gauguin durante su estancia en Arles -”la ciudad más sucia de todo el sur”, decidió el artista- mientras no pudo hacer lo mismo con las de su hermano, cuyas depresiones se acentuaron. Vivían en la mitad de una casa de dos plantas, torcida y de color amarillo mantequilla (un tendero ocupaba la otra mitad), en una plaza céntrica. Las paredes interiores eran blancas, las puertas azules y los suelos de losas rojas. Tenían luz de gas y agua corriente pero el cuarto de baño más cercano estaba en un hotel contiguo. Gayford sugiere que el lugar apestaba a “humo de pipa, así como a pigmentos, aguarrás y al propio olor de Vincent -el ambiente era sofocante y los avíos para lavarse limitados.” Gauguin, con la pulcritud habitual de un marinero, estaba horrorizado con el desorden del estudio. Se hizo cargo de la intendencia instituyendo, entre otras cosas, un presupuesto para las modestas cantidades de dinero que Theo, que siempre apoyó a su hermano, mandaba: como Gauguin escribió, “tanto para las excursiones higiénicas nocturnas” a las mancebías, “tanto para tabaco, tanto para gastos accesorios,  incluyendo el alquiler” y tanto para la comida. Cocinaba él en la mayoría de las ocasiones.

Estaba asombrado, puede que a pesar de sí mismo, por la decoración creada por van Gogh para el cuarto de invitados: cuadros, particularmente dos que mostraban girasoles, de un tamaño e intensidad -y en un caso, tan amarillo- como nunca se habían visto en una naturaleza muerta. Pero Gauguin nunca admitió que van Gogh tuviera nada que enseñarle. (Más tarde dijo, extrañamente, que el había liberado a van Gogh del puntillismo de Seurat y le había hecho profundizar en su progreso al amarillo-sobre-amarillo. La memoria de Gauguin era como un coro que improvisaba continuamente canciones en su honor.) Aconsejó al joven artista que trabajara como él, ‘de tête’: a partir de imágenes mentales, con diseños inventados. Van Gogh lo intentó, con escaso éxito -excepto por un cuadro posterior que hizo en un manicomio de Saint-Rémy, cerca de Arles, ‘La noche estrellada’, que luego lamentó como “otro fracaso” causado por “haberse dejado llevar a la abstracción.

La noche estrellada, van Gogh,1889

Ambos trabajaban duro. Hicieron bocetos de los mismos paisajes y compartieron modelos, incluyendo la esposa de unos de los pocos amigos que van Gogh tenía en Arles, un cartero políticamente radical llamado Joseph Roulin. (Van Gogh le contó a Theo que la familia de Roulin consistía en “personajes de verdad, muy franceses, a pesar de parecer rusos”; parece que planeó pintarlos continuamente durante años, mientras iban cambiando con la edad.) La producción de van Gogh, que incluía el acre y angustioso ‘Café nocturno’, era tórrida. El estilo de Gauguin estaba en transición; una llamativa obra de ese periodo, ‘En el calor del día’, una mujer medio desnuda con unos cerdos, es un chiste sucio y suntuoso. Un retrato que pintó de van Gogh, ‘El pintor de girasoles’, es una caricatura animada y disparatada. Sus conversaciones, cuando no estaban empañadas por los desacuerdos en asuntos de arte, estaban llenas de referencias a la literatura y las noticias. Les encantaban las historias de crímenes, como las últimas hazañas de Jack, El Destripador, y siguieron muy de cerca el juicio, en París, de un asesino carismático llamado Prado. Gayford conjetura que las alegaciones de auto-defensa de Prado tocaron una cuerda sensible en van Gogh: “Ante todo ¿quién soy? ¿Por qué importa? Soy desafortunado… Dios mío, lanzado a este vasto escenario de vida humana, me he rendido, por casualidad, a todo lo que siento latir en mi corazón y hervir en mi cerebro.” (Prado fue condenado; Gauguin asistió a su ejecución pública.)

El pintor de girasoles, Gauguin, 1888

Las costumbres de Gauguin en esa época, excepto en lo relativo al sexo, eran moderadas. Van Gogh bebía ruinosamente. Explicó que, “si la tormenta de mi interior se hace muy ruidosa, me tomo alguna copa de más para entumecerme.” Los efectos no sólo eran medicinales. Según Gauguin -cuyo testimonio es a menudo poco fiable- hacia el final de su estancia se despertó “varias noches” encontrándose a van Gogh de pie al lado de su cama, tras lo cual “era suficiente que dijera, severamente, ‘¿qué te pasa, Vincent?’ para que se fuera a su cama y se durmiera profundamente.” (No hay evidencias de una atracción homosexual -de todas formas una tendencia más creíble en Gauguin, que solía tener relaciones fuertemente dominantes con otros hombres.) Gauguin dijo que, tras ver ‘El pintor de girasoles’, van Gogh dijo, “Soy yo, pero yo enloquecido” y luego, en un café, le tiró un vaso de absenta a la cabeza de Gauguin. Pero Gauguin se quedó. Quería irse, cuenta Gayford, pero escribió a un amigo que quería hacerlo “de forma que Theo siguiera ‘unido’ a él” y continuara vendiendo sus cuadros. La pareja viajó cuarenta y dos millas hasta un museo en Montpellier, donde disfrutaron de obras de Delacroix y Courbet. Pero el fin estaba cerca.

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El 23 de diciembre, como recordó unos días después Gauguin en una carta a Bernard, van Gogh le preguntó si iba a marcharse. “Y cuando le dije ‘Sí’, arrancó una frase de un periódico y me la puso en la mano: ‘el asesino escapó’”. Esa tarde, cuando el usualmente pacífico van Gogh amenazó a Gauguin con una cuchilla de afeitar (al menos, eso sostuvo Gauguin), éste pasó la noche en un hotel. A la mañana siguiente fue con cierto pavor a la casa amarilla, donde una multitud, alertada por Rachel, se había congregado. Según Gauguin, nadie había entrado en la casa. Entró con el comisario de policía de Arles, que le preguntó: “¿Qué le ha hecho usted a su camarada, monsieur?” La escalera estaba salpicada con sangre. Encontraron a van Gogh hecho un ovillo en la cama, sin moverse. Gauguin le contó a Bernard que “tocó el cuerpo, cuyo calor mostraba que seguía vivo.” Se marchó en dirección a Paris poco después, aparentemente sin ver a van Gogh despierto, para no volverlo a ver nunca más. Van Gogh estuvo en el hospital dos semanas y luego pasó dieciocho meses torrencialmente productivos, con crisis recurrentes, primero en la casa amarilla hasta que los vecinos, quejándose de que “su inestabilidad asusta a los habitantes”, le hicieron marcharse; luego un año en el manicomio de Saint-Rémy; y finalmente, bajo el cuidado del compasivo Dr. Paul Gachet, en el pueblo de Auvers-sûr-Oise, al norte de París. Absorto en el trabajo, van Gogh fue halagado pero trastornado por un ensayo elogioso del crítico Albert Aurier al que protestó diciéndole que su papel en el arte era “de importancia muy secundaria” al de Gauguin o de Adolphe Monticelli. Una de las obras de van Gogh se vendió, y a buen precio. Pero el desorden en la vida de Theo y su estado mental -estaba empezando a sufrir sífilis terciaria- hizo que Vincent temiera la pérdida de su renta. El 27 de julio de 1890 se disparó en el pecho; sobrevivió durante dos días. Theo murió seis meses después. Gauguin murió en 1903, en las islas Marquesas, también de complicaciones de la sífilis, cuando iba a empezar una sentencia de cárcel, por insultar a las autoridades locales.

Café nocturno, van Gogh, 1888

Gayford analiza la auto-mutilación de van Gogh como si fuera una obra de arte, en un estilo influido no sólo por Jack el Destripador, que le cortó una oreja a una prostituta, sino además por, al menos, dos textos: la novela de Zola ‘El pecado del padre Mouret’, en la que un fraile castiga a un monaguillo llamado Vincent tirándole de la oreja y que más tarde sufre un asalto en el que le cercenan una oreja; y la Biblia, donde Pedro le corta la oreja a uno de los soldados que van a arrestar a Jesús en Getsemaní. Gayford acumula las evidencias, haciendo plausible su tesis hasta cierto punto (por ejemplo, van Gogh había intentado realizar un cuadro con el tema de Getsemaní), pero su esfuerzo nos lleva a la cuestión de por qué la auto-culpa histérica de van Gogh tomó un camino tan horrible cuando se colapsó la amistad con Gauguin. Para ello, la etiqueta psiquiátrica de la bipolaridad nos sirve, tan bien o tan mal como las conjeturas anteriores, enumeradas por Gayford: “Una sobredosis de digital, saturnismo (envenenamiento por plomo, de la pintura), alucinaciones inducidas por la absenta, enfermedad de Ménière, golpe solar y glaucoma,” por no mencionar “esquizofrenia, sífilis, epilepsia, porfiria intermitente aguda (la enfermedad de Jorge III) o trastorno de personalidad límite.

El cuadro que estaba en el caballete de van Gogh la noche de su auto-mutilación y que terminó unas pocas semanas después, era ‘La Berceuse’, un retrato de la esposa de Joseph Roulin, Augustine, sentada tranquilamente en una silla, sujetando una cuerda que usaba para mecer la cuna de su bebé. Gayford describe el papel pintado tras ella: “Grandes flores blancas -dalias, según Vincent- se  balancean con sus largos tallos, los zarcillos y las hojas se enroscan contra un fondo de miles de pequeñas formas azul verdosas, cada una con un punto rojo en su centro, como un capullo o un pecho.” Escribe que van Gogh “comparó el cuadro con una estampa religiosa barata” en la que pretendía, en palabras del artista, “conseguir con la pintura lo que la música de Berlioz y Wagner habían conseguido (…) un arte que ofrece consuelo para el que tiene el corazón roto.” Encendido por el libro de Pierre Loti ‘Un pescador de Islandia’, van Gogh imaginaba el cuadro colgado en la cabina de un barco, escribió a Gauguin, donde al mirarlo los solitarios pescadores “sentirían el viejo recuerdo de ser mecidos y recordarían las nanas que les cantaban.” Gayford sigue añadiendo otras fuentes de inspiración literarias, artísticas y religiosas. Ninguna de ellas se vislumbra en el cuadro, aunque es consistente con la extraña combinación de masa que se acerca y quietud serena de la figura. La obra comunica maestría celebrándose a sí misma.

La Berceuse, van Gogh, 1889

La creatividad coge lo que necesita de la persona que la tiene (o por la que es poseída) y desecha el resto. En el caso de van Gogh, dos realidades -la que el ve y la que usa (pintura, líneas, colores)- reclamaban toda su energía. La realización mutua y disciplinada del sujeto y el medio transciende más allá de lo que pensara o sintiera en el momento de concebir y ejecutar su obra. Algo similar puede decirse de cualquier artista, aunque raramente con un sentido más estricto, al hablar del triunfo sobre las dificultades psicológicas. Van Gogh se convirtió en un héroe de la cultura moderna por demostrar “elegancia bajo la presión” hasta un extremo vertiginoso. Gayford dice que que ‘La Berceuse’ emocionó a Henri Matisse, a Pierre Bonnard y a Édouard Vuillard, no por el significado de la obra sino por la forma, “que construía un mundo entero en sí mismo.” De una manera importante, ese mundo excluye a su creador que, en ese momento, resulta que estaba loco. Así llegamos a una controversia clásica. Si hubiera estado tratado con la medicación correspondiente en 1888, ¿se hubiera convertido van Gogh, como sugiere Gayford, en “un artista diferente -y probablemente más gris.”? Dado que van Gogh nunca fue gris, creo que hubiera valido la pena intentarlo.

Es difícil no juzgar severamente a Gauguin al compararlo con van Gogh; hay cierta mezquindad en él. Pero hay que tener en cuenta que Gauguin buscaba la desaprobación: el dinamismo de su personaje y la inteligencia de su estilo, junto con un deseo antinómico de provocar, fueron más cruciales para el ethos de la vanguardia que el genio de van Gogh. Picasso habló astutamente, en 1935, de “los tormentos de van Gogh” y la “ansiedad de Cézanne” como los motores de nuestro interés en sus obras: “el drama humano.” Pero cuando había que dramatizar, en una sociedad burguesa y despreciada, Gauguin le señaló el camino a Picasso, su igual como artista y conquistador sexual, y a todo artista que, hasta hoy mismo, ha adoptado una actitud de renegado o de temeridad subversiva.

En el calor del día, Gauguin, 1888

Como representación, el libro de Gayford está en el mismo espíritu disoluto de Gauguin, que sale considerablemente mejor retratado que en otros relatos sobre los días de Arles. Gauguin salta de las páginas, para la satisfacción palpable de un autor hábil con las citas chispeantes (en su propia traducción del francés) y con una narrativa con garra. De vez en cuando, Gayford casi parece compartir la irritación de Gauguin con la molesta pobreza y los cambios pasivo-agresivos de van Gogh. Esta parcialidad es saludable. Nos previene contra el agradecimiento sentimental con el que podemos adorar a la víctima de un error cuya compañía no hubiéramos soportado ni una hora, mucho menos durante nueve semanas. El libro no descubre nada sobre la historia o sobre la crítica de arte, pero proporciona una vívida instantánea sobre cuestiones y pasiones en un momento clave en la formación de la sensibilidad moderna. ¡Imagínense! Un par de hombres de mala fama en una ciudad perdida salpican de pintura un lienzo y lo cambian todo. Ha pasado mucho tiempo, medio siglo después del expresionismo abstracto, desde que ese guión tuvo su último eco en el desarrollo real del arte o la cultura, salvo en tono de ironía o elegía. Ningún individuo podrá mecer otra vez al mundo con un pincel. La leyenda es, por tanto, enajenada y realzada.

FIN

La casa amarilla, van Gogh, 1888

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  1. fernando bernal permalink
    2 junio 2016 3:45

    Dos excepcionales genios atrapados en sí mismos, y queriendo ser ellos mismos; a pesar del entorno de su época

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